Natalia

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A Natalia, Daniela, Alexander
y Daniel Marchán.

De mi infancia lo más preciado es el cuatro que me obsequió mi padre en mi cumpleaños número nueve. Lo conservo aunque solo un tamunangue recuerdo tocar. Las notas se fueron cuando llegó MTV con los deseos de pertenecer y la obligación de usar piercing en el ombligo. Casi diez años después dejé el pequeño instrumento porque no me ayudaba a ser popular, entonces comencé la guitarra. Ambas teníamos caderas de mujer.

La primera vez que escuché atentamente la guitarra clásica, digo atentamente porque presté atención al encanto de sus melodías, pensé “esto debe ser arte” y lloré frente a un compañero y el maestro que corregía su presentación final. El descubrimiento se llamaba Natalia y el logro más grande en esa caja musical era hacerla feliz. No con una flor que se marchita, no con un vestido que luego no le va a quedar, no con un libro amarillo que se pueden comer las polillas; con un vals. Esa tarde aprendí a no sentir vergüenza de mi sensibilidad. Recordé el verso donde los cacuyes y los cocodrilos no dejan nunca de llorar y no supe más de ella.

Tres años después el mito de Lauro se volvió realidad. En la librería donde trabajaba entró una niña de cinco años con cabello rubio –hermosa pero insolente- que se detuvo frente a mí diciendo “mi nombre es Natalia”; su padre me sonrió y ella apretaba los botones de mi cámara fotográfica que estaba en el mostrador. Yo les sonreí. Les tomé una fotografía.

Mientras Natalia hablaba y cantaba, de su pequeña boca saltaban los sostenidos desafinados, las flautas, el sonido de Tarrega y el olor a torta de zanahoria que tenía el pasillo de la escuela. No era difícil hacerla feliz. A la niña Vals Número 3 le gustaban los libros y pasear con su papá.

Natalia abría los libros y preguntaba si ella podía escribir cuentos como su mamá. Jugaba con el gato gigante de la entrada y buscaba discos para escuchar aunque los que encontró no le agradaron. Esa librería fue su casa de juegos y ella para mí fue la ventana a mi infancia.

A los minutos, entró un chico y solicitó un libro. Yo estaba perdida hurgando en mis recuerdos los libros de mi papá, cantando frente al espejo, sintiéndome orgullosa por interpretar una canción sin mirar las partituras. Recordé mi altanería de niña precoz y agradecí la semilla del arte. Le entregué el libro al chico y se fue, entonces compartí unas galletas con el padre de la niña vals.

Alexander se llamaba el orgulloso papá que me narró cómo su hija llevaba ese nombre. Él era maestro de música y su esposa maestra de literatura, se conocieron en la universidad, él interpretaba valses para enamorarla.

Natalia nació un 9 de noviembre del 2009 y con ella la obra de Antonio Lauro se repitió; un instrumento musical, una canción y un regalo a la vez. Ella es el homenaje que una hija llevará por siempre. La serenata de enamorados y el vals venezolano más hermoso de nuestra historia.

Hoy Natalia no me recuerda y su padre no está, pero en ella vive un maestro y yo conservo esa fotografía.

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