En la cuadra

Escrito en una pared

Fue uno de esos días donde había perdido la paciencia en mí y el interés en la humanidad. Me encontraba en mi escritorio leyendo poemas como mantras cuando escuché un ruido proveniente de afuera. Eran casi las once de la mañana. Me levanté a mirar por la ventana.

Lo que vi no me sorprendió. La vecina estaba nuevamente haciendo de las suyas. Esta vez, al parecer se había transformado en lo que el exceso de religión reclamaba para sí. Gritos y ropa volaban con el viento. Su hijo estaba de rodillas en el estacionamiento.

La señora Clemencia (que de su nombre no tenía mucho) siempre fue de las típicas beatas oscurantistas de familia. Viuda del Comandante Sifontes, madre de tres chicos.

Organizaba vendimias para el enfermo de la comunidad, visitaba los templos en Semana Santa y le daba sermones a la nieta que usaba minifalda.Incluso perdonó a Dios cuando entraron los encapuchados a la panadería y mataron a su hermano Florencio para robar el saco de azúcar que acababan de desembarcar.

Nunca tuve contacto con ella más que un saludo cortés.

Me pareció una persona rígida desde que escuché a uno de sus nietos llorando porque le descubrió un Tamagotchi y se lo arrojó a la basura. Para la doña eso tenía claras señales del demonio. Desde aquel día la veo como esas personas que cuatro siglos atrás podían señalarte de bruja haciendo que perdieras la cabeza en un patíbulo. En su casa antigua de pomposo jardín balanceaba la arrogancia con una dosis de caridad.

Su hijo menor, José David, era lo único amigable en esa casa. Estudiaba arquitectura y tenía un buen gusto de la estética. Llegamos a tener conversaciones de camino en las mañanas cuando tomábamos la misma ruta a la universidad.

La primera vez que hablamos yo leía a Hanni Ossott y él sentado a mi lado, dijo «si su vida está en hojas de biblia, debe ser una mujer especial». Le dije que sí y cuando lo terminara se lo podría prestar.

Un par de semanas después volví a verlo. Le comenté que había dejado en mi habitación el libro de aquella vez pero al volver en la noche, podía pasar a mi casa. Aunque fue cortés, no prestó mucha atención. Estaba metido en su teléfono celular enviando corazones desde su Smartphone sin temor a que lo pudieran robar en un país donde la delincuencia manda en las calles.

Esa noche fue por el libro. No hablamos mucho. Solo lo tomó picándome el ojo en gesto de complicidad.

La tarde siguiente lo vi riendo con un chico fuera de un salón. Lo saludé. Nunca lo había visto tan alegre. Siempre tuvo cara de pajarito caído del nido, pero ese día sentí la calidez de un poema a la Luna. Volví a casa para leer el resto de la tarde cuando José David tocó a mi puerta.

Me preguntó si tenía unos minutos para hablar. Dijo que le gustaba el libro y su verso preferido hasta el momento era «Se escriben poemas para los hombres que no pueden orar». Debo confesar que me alegró escuchar eso, es mi verso preferido. Me había hecho sentir la necesidad de ponerle banditas en la piel. Nos vimos más seguido, fuimos amigos. Le conté de mis problemas siendo más fácil hablar con alguien que no formaba parte de ellos.

El país estaba encendido en esa época. Recorrimos varias farmacias buscando medicamentos para mi mamá. Oré por un Dios. Por momentos deseaba tener la fe de la señora Clemencia que salía todas las tardes a organizar vigilias por la paz de la nación. Todo producía miedo, encontrar o no la medicina, cruzarte con motorizados cargados de escopetas o con gente que pudiera robarte.

Entre colas de mostradores José David me narró cómo fue criada Clemencia. Creció en un pueblo de Los Andes tomando café en tazas de peltre caliente si se portaba mal, llevando marcas de ramas en las piernas.

Me contó cuando lo hizo leer versículos de la Biblia en voz alta una vez que lo encontró viendo una película con desnudos en la computadora. También me dijo cómo eso era parte de sus problemas actuales. Era cuestión de tiempo. La verdad, dicen por ahí, siempre sale a relucir.

Dos semanas después Clemencia hacía labores del hogar en una rutina de madre abnegada luego de la misa. Entró a un cuarto, entró a otro y comenzó a arrojar ropa en la lavadora.

De un pantalón de José David saltó una factura de hotel. Ardió Sodoma y Gomorra. Toda la cuadra escuchó las preguntas mezcladas con llantos seguidas de disculpas por un encuentro sexual.

Esa tarde mientras leía poemas escuché a José David pidiendo comprensión. Fue antes de haber podido siquiera aconsejarle. De su madre solo escuché prejuicios que lo condenaban a una vida de pena. El «qué hice Dios. Qué van a decir en la iglesia» de la señora negada a la verdad.

Su pecado para ella fue eso, decir la verdad. Amar a un hombre y ser el único de sus hermanos sin carrera militar en un país donde lo común es insultar diciendo «homosexual».

Dicen que el cielo es de los que sufren, de los que perdonan, de los que pueden orar. Estoy segura que José David cambió. Me pregunto si perdonará, si lo volveré a ver, si terminará el libro.

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